Cual puerta cerrándose sobre su ataúd, un negro líquido comienza a anegar la cúpula celeste. En el centro, irredenta, la blanca luna resiste en su trinchera sobre el cielo de Kivett. El silencio atronador invade el verde paraje. Los maizales se cimbrean, como largas y gualdas alabardas, frente al castillo de las Almas. En sus catacumbas, los alquimistas desarrollan, experimentan, investigan las formas óptimas para llevar a cabo la liberación e instrucción de sus adeptos de las garras del automatismo vital al que le ha llevado la decadencia social en que se han visto adheridos, suturados, soldados, desde su nacimiento. Buscan encontrar mucho más que el secreto de una piedra filosofal en la que nunca han creído plenamente, tratan de hallar el modo de liberarse de las corazas, el blindaje social que se les ha ido hundiendo en la carne de su psique a lo largo de tantos años, tantos años vegetando...
En las negras catacumbas, los alquimistas de las almas preparan su instrumental cuidadosamente, es una noche excelente para comenzar los experimentos, para que Beni decante inquietantes melodías en su guitarra-matraz, para que Terra ayude a mezclarlas y las disuelva en su teclado-alambique, para que Javiek las ponga a hervir en su bajo-marmita, para que Didacus emplee los conjuros adecuados y surta efecto:
Toh, taye, dra, lou, peng, shua, shef, auld, nu, jadh... Ethock!
Temblad aquellos que pusisteis en nuestros tobillos y muñecas las cadenas de lo mundano. En nuestra inexpugnable fortaleza, hemos logrado librarnos de ellas. No estamos ya a vuestra merced. Nunca más.
Nuestro estampido melódico se expande, se expande...